(Nota previa: No me olvido de
vosotros ni del blog. De hecho, me reconcome la conciencia publicar tan poco.
No tengo tiempo, ¡palabrita del Niño Jesús! Seguro que sabéis disculparme.
Gracias.)
Todas estas Cookies son galletas de mantequilla decoradas con glasa real. |
En unos días nos vamos de boda. Así que
anestesiaré a Mi Santo para poder ponerle el traje de las bodas y los zapatos de
las bodas (aunque decir “de las bodas” es redundante). Tendré que añadir un
poquito más de anestésico para colocarle la corbata (de las bodas), porque empezará a protestar. Y es que, por mucho que se rebele con el tema de la
corbata, no cedo ni un ápice. Lo más importante de una boda son las corbatas de
los chicos. Si no hay corbatas, ¿qué se pone uno en la cabeza para bailar la conga?
Una buena vez me intentó convencer para llevarla enrollada en el bolsillo, pero
no. Eso no vale. Y no vale porque cuando uno llega al punto de “me voy a poner
la corbata en la cabeza, verás qué risa” no tiene la habilidad suficiente para
atar ese nudo marinero que no se menea de su sitio.
Las bodas no comienzan en el momento
en el que la novia entra radiante en la iglesia/juzgado/ayuntamiento recortada
a contraluz, noooo. Las bodas comienzan cuando abres el buzón y te encuentras
la invitación dentro. Este es un momento frigo-dedo o frigo-pié de manual. O te
encanta la idea o la aborreces. En cualquiera de los dos casos, recibir una
invitación de boda es lo más parecido a recibir una multa de tráfico. El otro
día, escuché a un amigo comentar que había recibido una invitación de boda con
un número de cuenta y que les había domiciliado la luz, el agua y el gas. ¡Eso
es tener estilo!
La boda continúa con el momento
pánico “¿y qué carajo me pongo?” y lo siguiente es un periplo frenético por
conseguir el vestido de boda perfecto. La elección del vestido es cuestión de
un capítulo aparte. Solamente diré que se cuenta por ahí que una chica repitió
el vestido de la boda de su prima y se autodestruyó.
¡Por fin llega el feliz día! En la
puerta de la iglesia se va formando un informe grupo relleno de tules… gasas…
rasos… tocados… sombreros… tacones… la tía Emilia metamorfoseada en ave del
paraíso... Saludos, apretones de manos, besos al aire (no se vaya a estropear
el maquillaje)… El protocolo manda esperar en el interior de la iglesia. Pero,
seamos sinceros, a nosotros el protocolo nos la trae al pairo. Nosotros
esperamos en la calle o, mejor, en el bar, que para eso ha creado Dios un bar
enfrente de cada iglesia (y las cañitas fresquitas).
Finalmente entramos y nos vamos
sentando en los bancos. Perfectamente podríamos habernos equivocado de boda
porque en verdad, a lo único que estamos atentos es al fotógrafo. ¡Y qué poder ostentan, oye! ¿No te has dado cuenta
de hacemos lo que él nos manda? “La novia, aquí” “Ahora los padres” ”Levanta un
poco más la barbilla” ”El grupo de los primos, que se achuchen un poco, ¡que no
caben!”. Y allá que vamos, sumisos. Estoy pensando hacerme fotógrafa, a ver si
mi niño obedece igual.
Esto de las fotografías y las bodas es algo que me ha
hecho reflexionar bastante. Y es que el tema ha evolucionado mucho. Primero
están las fotos de boda de las bisabuelas. Son esas fotos en blanco y negro en
las que aparece el bisabuelo sentado en una silla, más tieso que el codo de un
click de famobil. La bisabuela detrás, con la mano castamente apoyada en su
hombro y cara de “a ver qué hago yo con éste ahora”. Luego las modas cambiaron
y en el álbum de nuestras madres podremos ver la foto “del espejo”. Frente a
esos espejos de madera repujada colocaba el fotógrafo a la novia y ¡zasca!,
foto en “to´l” cogote. Esa foto la hacían para economizar. Así sacaban el moño
cincelado al occipucio y la cara de la novia del tirón. Ahora llega el
fotógrafo a casa de la futura esposa y le dice “¡Hale! ¡A saltar en la cama!”
Así, sin anestesia ni nada. Tira una ráfaga de disparos y listo. Original,
desde luego...
Y después, al restaurante. Primero
te sirven un “cóctel de bienvenida”. ¿De bienvenida? Pero ¡si los anfitriones
no están!. Claro que, los señores del hotel son gente muy fina y no se atreven
a decir la verdad, que sería algo así como “vamos a echarles alpiste a esta
panda para entretenerles mientras esperan a los novios”. Porque, claro, los
novios están con el fotógrafo haciéndose fotos “arrumacados” entre frondosos
árboles verdes... bueno, eso antes, ahora el novio estará con las perneras
arremangadas, metiendo los pies en un río y haciendo como que pesca, para tener
unas fotos al nivel de las de la novia saltando en la cama...
Luego te pasan al salón para la cena
propiamente dicha. Y ya sabemos todos lo que nos vamos a encontrar. Una
cartulina en color crema, escrita en cursiva, que pareciera que la ha redactado
el mismísimo Miguel de Cervantes con el menú que vamos a paladear. Por ejemplo:
- Tournedo de
ternera sobre lecho de reducción de Pedro Ximénez y verduras salteadas.
-
Lubina del
Cantábrico sobre lecho de tomates confitados y crujiente de jamón.
-
Lomo de cerdo
ibérico relleno de frutos secos sobre lecho de patatas panaderas.
-
Merluza
crujiente sobre lecho templado de brotes de soja tiernos y boletus edulis.
Yo
no me explico un par de puntos. Primero; ¿porqué tienen que poner los nombres
tan intrincados? Jolín, que una vez ponía en el menú “delicia de cerdo
crujiente sobre lecho de patata en crema” y resultó ser una salchicha de
frankfurt enrollada en bacon con puré de patata de sobre. Seamos sinceros,
todos nos hemos criado con triangulitos de mortadela con aceitunas y tranchete,
no con “bocadito de fiambre y queso fundido con frutos del olivo” Y segundo:
¿porqué todo va “sobre un lecho”? Que te dan ¿comida cansada?
Y otra cosa que me aturde mogollón
cuando estoy en la cena o comida de una boda: los camareros-espía. Un
camarero-espía es ese que está ahí en silencio, vigilando, con las manos a la
espalda, quietecito, quietecito, que me dan ganas de echarle una moneda para
que cambie de postura, el pobre. Parece que no hace nada, pero siento su mirada
clavada en mi cogote... y no sé cómo actuar. Y cómo no sé qué hacer, pues bebo
un sorbito. El camarero-espía detecta mi sutil moviento y... ¡Zasca! Rellena mi
copa. “¡Caray, que susto!” – pienso. Y bebo otra vez para reponerme y ¡zasca! la
rellena de nuevo. Y me pongo nerviosa y bebo otro poquito y ¡zasca! llena otra
vez. Y como no quiero hacerle el feo al solícito camarero, pues otro trago
“pa´l” gaznate y ¡zasca!, ¡zasca!, ¡zasca!. En resumen: A la próxima boda que
vaya, mejor intentaré echarle una monedita al camarero-espía para que cambie de
postura porque estoy hasta las narices de salir del comedor a gatas.
Y, por fin, llega el momento que más
me gusta de las bodas: el baile. Me encanta porque no he encontrado a ninguna
pareja de novios que sepan bailar el vals. Y, evidentemente, me parto. Ahí les
tienes a los dos (un, dos, tres; un dos, tres) intentado no perder el paso (un,
dos, tres; un, dos, tres) dando vueltas y vueltas (un, dos, tres; un, dos,
tres) sin conseguirlo. Hay novios que dicen “nosotros pasamos de vals, queremos
abrir el baile con “los pajaritos” (por ejemplo). Pues el pincha te pondrá “los
pajaritos” pero luego, os endosará un vals como la copa de un pino.
Garantizado.
Cuando termina el momento vals, empieza el momento de
los “pasodobles”. Y llamo “pasodobles” a cualquier danza que se baile
emparejado. Da igual que no tengas ni pajolera idea de hacerlo. Basta con
agarrarse a la pareja de turno, estirar el brazo y moverlo arriba y abajo como
si sacaras agua de un pozo. Puede ser que no te apetezca nada bailar con el Tío
Basilio (porque los “pasodobles” se bailan con los tíos, de toda la vida), y,
claro, no queda bonito decirle “Tío Basilio, estoy entre “me la refanfinfla” y
“me da morcilla” bailar contigo”. Pero yo tengo un remedio eficaz 100%: ponte
la corbata de “Tusanto” en la cabeza. Una chica con corbata en la cabeza no es
apta para bailar “pasodobles” con el Tío Basilio ni de coña marinera.
En todo caso, lo mejor de una boda es que sea la
tuya. Porque mola encontrar a “Tusanto” (o “Tusanta”). Porque mola descubrir
que quieres estar con él (o ella) a las duras y a las maduras. Porque mola
decirlo en público para que todos se cosquen (que es, en definitiva lo que
significa casarse).
Un abrazo... Dulcemente.
(Nota final: Este post va dedicado, con mucho cariño,
a María Gra, ESTUPENDA cómplice de tantas gansadas perpetradas en nuestra tierna
adolescencia, porque ha encontrado a “Susanto” y ha decidido enviarme una multa
de tráfico. ¡¡Enhorabuena, ficha amarilla!!)